“Tu mirada no me gusta”, fue lo primero que me dijo Maleni cuando nos presentaron. Claro, antes soltó lo habitual: “Hola, mucho gusto, soy María Elena pero todos me dicen Maleni”. Como si me interesara. “Esta mirada es desnuda de piedad”, repliqué, y ella sólo hizo una mueca de perplejidad. Yo tomé mi vaso y me encaminé a la terraza. Platiqué con un par de conocidos, estuve coqueteando con una actriz de teatro experimental hasta que llegó su novio. Bailé un par de canciones ochenteras con una amiga de no sé quién.
Estaba pensando en irme cuando llegó la tal Maleni y me dijo “para ser tan antipático, bailas bastante bien”. Sólo me dejo llevar por el ritmo. “A ver si me sacas a bailar aunque sea una vez, ¿no?” y se fue en busca del baño. Ya se le notaba que estaba un poco ebria. Entonces se acercó Gerardo, un viejo conocido, y me dijo lo típico: “Pinche Rober —exacto, Rober, sin la t—, se me hace que ya ligaste. Esa ruca le preguntó a Gaby por ti”. Lo miré como si me hubiera ofrecido una aspiradora en abonos. “No es mi tipo”, argumenté. “No mames, si está bien buena”, aclaró como si yo no me hubiera dado cuenta. Iba a decirle que me chocan las mujeres que se comportan como si estuvieran siempre en sus “días”, pero me reservé el comentario. Cinco minutos más tarde, regresó la insoportable chica y me espetó: “No me gusta tu actitud, pero tienes buen trasero”. No me provocó la mínima emoción. “Es más, te invito un trago, ¿qué estás tomando? Yo pago”, dijo y se sonrió. Típico chiste de fiestas donde sobra el alcohol. Detesto el humor sin chispa. Para no hacer el cuento largo, esa misma noche dormí con ella. Y digo dormí porque no aguantó los tragos, así que se quedó inerte en el sillón de su departamento y sólo alcanzó a quitarme la camisa. A las cuatro de la mañana salí de allí, después de cerrar con llave y aventar el llavero por debajo de la puerta.
Me llamó al otro día, aunque no recuerdo haberle dado mi número de teléfono. “Gracias por cerrar la puerta, pero ni una nota me dejaste”, se quejó. Hablamos unos minutos y me comprometió a salir el fin de semana. Pude rechazarla, pero me gustaron sus besos, aunque no tanto como sus piernas.
Maleni lo consiguió, me arrebató la tranquilidad. “Un día me amarás tanto que no podrás dormir sin pensar en mí”, presagió. No quise desengañarla. No la amé, pero se convirtió en otro de mis vicios, que ya eran bastantes, y no me dejaban dormir más de ocho horas, como se supone que debe ser. Duramos menos de medio año. Y fueron los meses más locos de mi vida. Y mira que he descendido a lugares extraños y he pisado terrenos accidentados. Una madrugada, después de unos tragos en su casa, me dijo que tenía una sorpresa para mí. Se fue a su recámara y me dijo que no me desesperara. Luego salió con un traje de azafata y soltó algo así como “hazme volar de placer”.
La neta, se veía formidable. No me costó mucho enloquecer, aunque me pidió que no la desvistiera. “¡Por favor, señor, por favor, no me arrugue la falda!”, exclamaba cuando no gemía. Las siguientes veces cambió de indumentaria: lo mismo era una colegiala, que una Marylin Monroe con carmín excesivo y hasta una estrella porno con todo y cámara de visión nocturna. Después de eso, me dijo que le daban ganas de subir el video a internet, pero que no lo hacía porque Paris Hilton había abaratado la idea. Lo suyo no era precisamente pensar con claridad, pero era buenísima en la cama. Incluso eso de los disfraces me parecía un lugar común, aunque la finalidad era lo que me mataba: lujuria sin medida. Hasta que empezó a perder el control.
Un día me dijo que debíamos ir a un club swinger para intercambiar parejas. Me negué. Otro día invitó a una amiga para que nos viera. Y opté por irme antes de emborracharme, sobre todo porque la otra chica estaba más buena. No es que sea puritano, ni que algo me asuste demasiado, pero no me gustan las relaciones de más de dos personas. Cuando se dio cuenta de mis límites, se conformó con hacer el amor en los lugares más inusuales: en el baño de un cine, en el palco del estadio, en el elevador de su edificio, en la oficina de su padre, en el Metro de medianoche, en una terraza del Palacio de Bellas Artes, y sobre las vías del tren. “La rutina es tóxica”, comentó el día que estrenó una máscara antigases que consiguió en La Lagunilla, sólo porque vio la película Exterminio.
Pero no fue la monotonía lo que extinguió la pasión. Fueron los celos. De buenas a primeras empezó con sus escenas. “Seguro te acuestas con tu secretaria”, me reclamó después de que me fui a emborrachar con mis amigos. “Tú me engañas con alguien”, acusó tras un fin de semana que tuve que salir de viaje. “Estabas coqueteando con Lucila”, inventó sólo porque su amiga me tocó la rodilla un par de veces, y después añadió: “además, ella es una zorra; no sé por qué le he contado que eres tremendo en la cama”.
Terminamos un jueves, lo recuerdo porque ese día escribí una de mis mejores historias, que se titula “Arquitecto de tus miedos”. Se enojó porque nos encontramos a una ex novia, que me abrazó muy efusivamente. En cuanto llegamos a casa, se puso como loca, lloró y hasta me rompió la camisa. Detesto esas escenitas. Así que la dejé sollozando su borrachera.
Tres días después me mandó una camisa nueva a la oficina, envuelta como regalo de cumpleaños, con una nota de puño y letra en la que me pedía que la perdonara. Se la devolví sin abrir la envoltura. No me arrepiento, pero mis jueves ya no son tan excitantes. De hecho, son como una canción que compuso Sabina para Los Caballeros de la Quema: “Otra tarde como las demás,/ demasiado martes,/ demasiado igual./ Ni te declaro la guerra,/ ni tú me firmas la paz…/ no perfumes tanto la verdad/ que hasta a los muertos/ nos cansa resucitar…/ Otro jueves que regala lástima/ por los rincones/ de esta resaca sin vos”.
Demasiada canción para alguien que disfraza con locura sus noches de pasión.
Manual para Canallas
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